Nacido a mediados del siglo XIX en el seno de una familia con tradición militar, Charles Warre se alistó en el Real Cuerpo de Ingenieros a la temprana edad de 17 años. Años después, fue reclutado por el Fondo para la Exploración de Palestina, cuya principal misión consistía en el sondeo de los emplazamientos bíblicos, no solo en Jerusalén, sino en toda la Siria tomada por los otomanos.
Tras una breve serie de tareas menores, el teniente segundo se pondría a excavar el subsuelo de Jerusalén, que le otorgarían un reconocimiento inmediato en Occidente. Warren encontró pozos, cisternas, grabados antiguos, arcos, columnas… un sinfín de tesoros arqueológicos de valor histórico incalculable, ocultos durante milenios, que arrojaron una comprensión extraordinaria sobre la subsistencia de la ciudad, cuando fuera asediada en tiempos ancestrales, y también durante las cruzadas.
Sin embargo, algo ocurrió durante su estancia en Jerusalén,
que ningún historiador pudo adivinar. Oficialmente, después de cuatro años de
investigación, hallazgos y gloria, alcanzado el grado de capitán y con tan solo
treinta y dos años, Warren regresó a Inglaterra en 1870, aquejado de graves
problemas de salud. Un punto harto controversial, dado que poco después de su
retorno, fue comisionado al sur de África, donde permaneció durante 10 años. Nunca
se ha explicado satisfactoriamente el hecho de que el ingeniero que más
renombre otorgó a la Corona Británica, por su labor como arqueólogo,
descubriendo para el Imperio el mayor yacimiento histórico y teológico en
siglos, fuera relegado a un puesto totalmente ajeno al campo científico que,
precisamente, le había proporcionado ese renombre.
En 1880, tras haber sido herido en Perie Bush, durante la Guerra de los Boers, regresó a Inglaterra con el nombramiento de instructor jefe de topografía. Y en 1886, aceptó el puesto de comisionado de la Policía Metropolitana, de manos del ministro del Interior, su buen amigo Hugh Childers, teniendo que enfrentarse al trágico “domingo sangriento” de noviembre de 1887 y, un año después, al truculento caso del Destripador londinense.
Este caso marcó un antes y un después en su reputación:
todos los implicados, desde la misma policía, el Ministerio y hasta la
Monarquía, observaron el celo mostrado por Warren durante la investigación,
pretendiendo estar al tanto de cada uno de los movimientos del detective a
cargo de ella, Frederick Abberline, y cuestionando abiertamente su competencia.
Se demostró que había cometido incomprensibles y fragrantes errores de juicio,
que derivaron en clamorosas protestas populares, e incluso en la creación de un
comité de vigilancia armado popular, formado por vecinos del East End
londinense. Aquellas gentes no confiaban ni en Warren ni en su policía.
Llegó a impedir presencialmente que se tomaran fotografías de un mensaje aparecido junto a una de las víctimas, Catherine Eddowes, donde se pretendía responsabilizar a un judío de la confección de aquella serie de asesinatos, e incluso pidió que se borrara el mismo de inmediato, y que no se tuviera en cuenta en la investigación. Según sus propias palabras, “no se podía tener la seguridad de que hubiera sido escrito por el asesino y, en su contexto, podría despertar sentimientos antisemitas en la ya recelosa población”.
Todo el mundo sabía, pese a que nunca trascendió una confirmación oficial, que aquellos meses de terror confirmaron la manifiesta ineficacia, e incluso negligencia, del comisionado. El nuevo ministro del Interior, Henry Matthews, pese a ser optimista hacia su labor, y también amigo personal suyo, tuvo que claudicar ante las presiones de la Corona, y es comprensible suponer que le solicitó privadamente que presentara su renuncia. El entonces Mayor General Charles Warren hizo ciertamente efectiva su dimisión, el día nueve de noviembre de 1888. El mismo día que apareció el cadáver de Mary Jane Kelly, en un minúsculo y miserable cubículo de la calle Dorset, que ocupaba desde hacía unos meses. La más horrible y escalofriante mutilación perpetrada por el Destripador. Según los periódicos de la época, “un oso de afiladas garras y atroces fauces, no hubiera podido desencadenar semejante horror.”
Jack no volvió a matar tras aquella noche y, hasta el día de
hoy, su identidad sigue siendo un misterio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario