LOS PRÍODE


El nazareno no tuvo ninguna oportunidad: antes de ser recibido por Pilatos, fue llevado ante Anás, el sumo sacerdote saliente del Sanedrín, y suegro de Caifás. E inmediatamente después, ante el propio Caifás. Y en ambos encuentros, Jesús recibió un castigo físico extraordinario.

Pilatos, entonces, derivó la responsabilidad del juicio a Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, que se encontraba también en Jerusalén para la festividad de la Pascua, entendiendo que Jesús era Galileo y debía ser juzgado por él. Presumiblemente, Herodes no le tocó, pero no perdió la oportunidad de humillarlo públicamente, por su “osadía” de proclamarse Rey y Mesías, antes de devolver la responsabilidad a Pilatos. Y, a pesar de que los Evangelios no lo recogen, no cabe duda alguna que Herodes habría de pavonearse delante de Jesús, por haber ordenado decapitar a su amigo, el profeta Juan el Bautista. Jesús, roto ya físicamente, salió de su palacio hundido también emocionalmente.


El gobernador romano, cansado del dichoso alborotador nazareno, le mandó azotar, con la intención de dejarlo en las calles después, pues no encontraba motivo para mayor sentencia. Sin embargo, el pueblo le pidió que lo crucificase y, bueno… ya sabemos el resto.

Judas sería llamado en calidad de testigo ante el Sanedrín, para poder acusar a Jesús según la Ley Romana. Lo cierto es que su testimonio nunca fue escuchado durante el juicio, pero sí trascendió, obviamente, que era el delator del Mesías. Pedro siguió a los soldados que llevaban a Jesús hasta el palacio de Anás. Esto aparece también en los Evangelios. Sería más que lógico pensar que pudo presenciar en primera persona, la traición de Iscariote, antes de ser descubierto por la multitud y verse obligado a huir, para no ser linchado. Es lógico deducir que fue también él quien reveló lo ocurrido al resto de Sus seguidores, así como hasta dónde llegaba la implicación de Iscariote en la trama.

Al final, cuando le llevaron ante Pilatos desde el palacio de Caifás, contusionado, sanguinolento y luchando por seguir respirando, un sacerdote metió una bolsa de monedas en la talega de Judas, incapaz de moverse o articular palabra, arrodillado y totalmente desquiciado por la masacre. Cualquiera podría deducir que no le pagaron por su traición: le pagaban por su silencio.


Para entonces, los apóstoles eran ya presa del pánico. Se escondían en casas de amigos y acólitos del ministerio, temerosos de qué podría ocurrirles si eran apresados, incapaces de idear un plan donde su Mesías pudiera ser rescatado. Independientemente de lo que Pilatos decidiera, estaban condenados desde aquel mismo momento.

Nunca llegaron a saber de la responsabilidad real de Judas en aquella trama, pero sí sabían por Pedro, que era la voz en la que se apoyaban los cargos contra Él. Así que su ira se volcó sobre aquel que los había acompañado durante los últimos años, a quien habían llamado hermano, y que ahora podía caminar libremente por las calles, intocable. El confidente protegido por el Sanedrín. ¡Judas era culpable de traicionarles, y de proscribir el evangelio de su maestro! ¿Cómo alguien hubiera osado vender al que tantos prodigios había hecho, y que tantas pruebas había dado de su magnificencia?


Habían entrado orgullosos y pletóricos en la ciudad, y pocas horas después se agazapaban aterrados en las sombras, intentando abandonar Jerusalén sin ser descubiertos, con la ayuda de aquellos acólitos en cuyas manos confiaron su propia vida. Llegada la noche, decidieron separarse para evitar ser reconocidos como grupo. Ninguno de los once volvería a saber de Judas. Nunca supieron la causa real de su muerte, y por eso hay dos versiones contradictorias en las Sagradas Escrituras.

Los acólitos que ocultaron a los once que habían caminado junto al Maestro en sus casas, y que escucharon, en boca de Pedro, el trágico devenir de Jesús y la despreciable traición del perjuro, no tardaron en hacer correr la desgarradora nueva. Cientos fueron los lugareños que se aunaron para ponerles a salvo, sacándolos de la ciudad. Cientos de seguidores navegando en las aguas del miedo, la desesperanza, la incomprensión y, sin duda, la rabia. Cientos que no supieron qué hacer, cómo proceder, e incluso cómo soportar la agónica carga de saberse perdidos.


Pero, de entre aquellos cientos, solo un puñado supieron erigirse como adalides de una justicia arrebatada. Un puñado de almas destrozadas que se alzaron de manera espontánea, para compensar la suerte de su Mesías. Unos pocos hombres y mujeres, que escondieron sus lágrimas tras la ira de sus inenarrables actos.

Ellos serían los Príode.



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