Me llamo Cástor de Aguirre. Natural de Tabernas, en Almería, y dicen que tomo buenas
fotografías.
Aunque lo cierto es que de ese pueblito andaluz no guardo recuerdo alguno. El muy
canalla de Primitivo abandonó a mi santa madre, Doña Áurea, días después de su boda, y se
había fugado para hacer las américas del brazo de otros mozos del pueblo, tan golfos como él,
con las pocas pesetas que recaudara en la boda a buen recaudo en su bolsillo, y apenas dos
mudas de franela, en la misma maleta que la pareja pretendía usar en su viaje de novios a
Peñíscola. Nueve meses después, nacería yo. ¡Todo un escándalo!
De Primitivo jamás se supo. Entenderás que, para con el hombre que la abandonara,
embarazada e injuriada entre los suyos, no pueda guardar sino desprecio: una muchacha joven,
en un pueblo pequeño, justo cuando despuntaba el nuevo siglo. No hay que hacer muchas
cábalas para suponer que mi madre huyó a todo correr de aquella vergüenza, y durante algunos
años no hubo villa o pueblucho donde no encontrara un señorito, cuya hacienda adecentar. Un
tiempo de mucha necesidad y patatas, pues no había más que llevarse a la boca.
Creo que tendría yo cinco o seis años cuando nos contaron de, cerca de Toledo, había una
fábrica donde cogían a muchachos para lavar botellas y garrafas de vidrio. Mis deditos cabían
perfectamente con el estropajo por el cuello, y no había que tener muchas luces para limpiar
posos de vino y escorias, así que mis pocas pesetas fueron un mísero desahogo para nuestra
familia de dos. Y no fue hasta los siete años y tres cuartos, que mis pies pisaron por primera vez
un aula, y supe lo que era un plumier y un pupitre. Don Benigno Cercadillo, el mosén maño que
diera trabajo a mi madre en su caserío, se encargó bien de ello, pues decía que era muy
espabilado y “apuntaba maneras”… aunque nunca tuve muy claro a qué se refería.
Creo que mi primera soldada, ganada mientras mal-compaginaba estudios con un
empleo como mozo en una venta, por la que pasaban muchos autocares con turistas
extranjeros, de propina fácil, buscando los bienes de nuestro amado Lorenzo, fueron para
hacerme con una cámara fotográfica de segunda mano que viera en un escaparate. De eso hace
ya casi veinte años.
Duré muy poco en mi empeño de hacer fotografías en bodas y celebraciones: no sé cómo,
uno de aquellos invitados me ofreció acompañarle, a él y a su grupo, en una expedición por las
Hurdes, para descubrir el misterio de la España más profunda y agreste. Supongo que era joven,
estaba fuerte, y cobraba poco. Aquel invitado se llamaba Luis Buñuel, y años después llevaría
también unas cámaras de cine hasta el lugar.
Desde entonces, mis 38 años han transcurrido entre libros, excavaciones, viajes, museos
y cuartos oscuros de tenue luz encarnada, donde trabajar mis negativos y “obrar mi magia”.
He tenido poco tiempo para madurar sobre mi posición personal, y mucho menos para
conocer a quien pudiera tolerar mis desmanes, arrebatos, y mi temperamento en ocasiones
irritable. Estoy solo, sin ninguna fiancé o compañera estable. Lo cual, si bien no ha sido nunca
un inconveniente para mi modo de vida y actividad profesional, constituye una insalvable
maldición para mi buen gusto, refinamiento y esas “reglas de elegancia social”. En pocas
palabras, soy la antítesis del glamour de la clase alta, prefiriendo vestir de manera informal, con
pantalones y camisa de telas batallonas. Limpio siempre, sí, pero indiferente a su trascendencia
si mi indumentaria muestra algún raído, algún modesto descosido, o una suela desgastada.
Pero, como casi siempre en estos casos, hay una persona en cuyo juicio, criticismo
extremo e imparcialidad, puedo confiar. ¿Quién había de ser?: Doña Áurea, santa y cariñosa
como una beata, pero de carácter firme y poco dada al regaloneo. Es de aquellas señoras que,
sin haber gozado de las dulces mieles pudientes a lo largo de toda su vida, sabe discernir entre
el buen gusto y la falta de decoro, tanto como entre el bien y el mal, y lo mismo te come a besos
que te suelta un generoso sopapo a mano alzada, o te lanza una certera alpargata. Siempre por
tu bien, y pensando en tu futuro y en el qué dirán.
Curtida a la fuerza por la vida, porfiada
siempre, discreta y, aún a estas edades, coqueta hasta donde sus ya generosas curvas y el
sempiterno decoro lo permiten. Siempre el decoro y el qué dirán.
Y, bien. Mi madre me tiene dicho: “Hijo mío, cuando no sepas qué ponerte, elige siempre
lo que menos te guste, calamidad. Que tienes el gusto al revés del mundo, ‘joío zambuyo’”. Y
visto el caso, tiene más razón que un reniego en un sindiós. En eso y en casi todo en lo que se
pronuncia.
Así pues, ante cualquier duda, yo me he acostumbrado a elegir siempre la prenda “de al
lado”, no importa cuál sea, si pretendo estar a la altura de las circunstancias.
Me llamo Cástor, y dicen que tomo buenas fotografías…
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